domingo, 30 de noviembre de 2014

Espérame, Juan

¡Buenas, elefantes! No he podido pasarme por aquí en dos semanas, pero sigo respirando. De momento, os dejo con Juan y Lucía, y muy pronto, con Carolina, que esta vez viene con sorpresa... (intriga en el aire). En cuanto esté lista, la subiré. De momento, quedaos con esta historia que va más allá de la muerte. ¡No os olvidéis de contarme vuestra opinión en los comentarios!

-¡Espérame, Juan!-gritó Lucía, levantando la vista de la pantalla. Él se paró y se volvió. Y entonces lo oyó.

Llevaba lloviendo toda la semana. Un aguacero constante que había dejado bien regadas las calles del pueblo, sus tejados y sus parques. Además hacía un frío horrible. Lucía llevaba casi dos días encerrada en casa hasta que Juan la había llamado. Para lo típico, dar una vuelta (corta, a juzgar por la lluvia), tomar un café y cenar y dormir juntos.

Y allí estaban, en la Avenida de Noruega, pasando por delante de la vieja cárcel de ladrillos. Él se había adelantado unos metros porque ella, absorta chateando con su primo, sin darse cuenta se estaba quedando atrás. Había bastante tráfico, sobre todo de camiones que iban al polígono industrial. De repente, el destino decidió que uno de aquellos tráileres de peso estratosférico no iba a llegar al polígono. Se oyó un derrape (el agua de la carretera y el frío habían hecho buenas migas y habían terminado formando una finísima capa de agua a medio helar) y un bocinazo. El camión se salió de su carril, pasó por encima de un motorista que estaba en el otro como un gigante aplasta a una hormiga y se lanzó contra la pared de ladrillos del viejo Centro Penitenciario.

Más tarde, Lucía se convenció a sí misma de que, si Juan hubiera seguido caminando en vez de pararse a esperarla, habría sobrevivido. Pero no lo hizo, y quedó atrapado entre el ardiente motor de un camión de 8 toneladas y una pared de ladrillos de medio metro de grosor. Los médicos le habían dicho que Juan había muerto al instante. Pero ella le había oído gritar, y mientras gritaba se le había hecho pedazos el alma. De eso hacía ya más de un mes, pero aún no había conseguido sacarse aquella imagen de la cabeza. Miró el reloj. Eran las nueve de la noche. Decidió ver un rato la tele, en la que sólo aparecían políticos parloteando de las bondades que traería votarles en las generales.

Y allí estaba él, en el plató, con los intestinos colgándole de un horrible tajo en el estómago. Tenía el cráneo machacado y la ropa hecha jirones. La sangre que le goteaba del brazo aplastado goteaba encima del sillón de uno de los colaboradores. Lucía chilló de pánico, y chilló hasta que sus cuerdas vocales se rompieron y saltaron por la boca. Una vez fuera, se transformaron en enormes serpientes negras de aspecto poco amistoso. Ella quería gritar, pero no podía, sus cuerdas vocales estaba reptando encima de la alfombra.

Entonces dio un respingo en el sillón de la salita. Se había quedado dormida viendo aquel ridículo debate. Ya eran las tres de la mañana y a los políticos les había sustituido una mucho más fiable pitonisa. ¿O era un hombre? Daba igual. Apagó la tele y se levantó para meterse en la cama.

Cuando llegó al pasillo, la bombilla se apagó. Pensó que era un apagón, hasta que empezó a brillar el espejo que estaba encima del aparador. Era un espejo enorme, heredado de casa de su abuela. Lucía se le acercó cuidadosamente. Y se asomó a él. En el momento en que pudo ver su interior, el espejo se volvió opaco y la luz de la bombilla volvió a brillar. Le pareció que se movía algo al final del pasillo, pero cuando se giró no vio nada. Volvió a mirar al espejo, y esa vez vio que la reflejaba a ella. Pero no como un espejo normal, sino como si estuviera siendo observada desde el otro extremo del pasillo. Volvió a mirar a su propio pasillo. Nada otra vez. Pero cuando se giró de nuevo hacia el espejo, vio que en vez de ella, en medio del pasillo estaba una figura encapuchada, cubierta con una tela negra que no revelaba su identidad.

Un escalofrío recorrió su espalda, desde el cuello hasta el coxis. Sabía quién era aquella figura. Y más claro lo tuvo cuando esta se quitó la capucha y dejó ver una melena rubia, rizada, “como la de Roger Daltrey”, como solía bromear ella. Lanzó un grito y el hombre se giró hacia ella. Empezó a caminar, lentamente, hacia lo que él veía como final de un pasillo y ella como su espejo. Entonces, Lucía supo que tenía que romper el cristal. Debía hacerlo si no quería que aquella cosa entrase en su casa. Buscó con la mirada algún objeto cerca de ella, y encontró un paraguas dentro del paragüero. Lo agarró por la tela y golpeó el espejo con la empuñadura. Al otro lado, el hombre gritó y echó a correr hacia ella. Pero el segundo golpe acabó de destrozar el espejo, y los pedazos se cayeron por el suelo. Lucía respiró tranquila. Todo su cuerpo estaba en tensión. Respiraba agitadamente. Poco a poco, se fue calmando. La luz volvió. Por fin, reanudó la marcha hacia la habitación. Estaba agotada. Pensó que pediría el día libre, porque si no podría dormirse en medio de la oficina. Al fin y al cabo, su jefa no pondría objeciones. Nunca lo hacía desde el accidente.

-Lucía. Ven conmigo. Te estoy esperando.

Una voz rota, susurrante y terrible sonó tras ella. Aún más terrible sabiendo que era de él. Se giró y allí lo vio, igual que en el plató del debate. Tendría que haberle dado un paraguazo también al televisor. Vio que había dejado un rastro de sangre por el suelo, que salía del salón y llegaba hasta ella. Y, antes de volver a gritar y encerrarse en el baño, pensó “eso tendré que fregarlo, cerdo”.

Lucía cerró la puerta del baño con pestillo. Él se acercaba por el pasillo, podía sentirlo. Y entonces, se dio cuenta de que en el baño, a su lado, también había un espejo. Entraría por ahí si no se lo impedía. Aún no había soltado el paraguas, por suerte. Le asestó un golpe en el centro, y de las grietas en la impoluta superficie empezó a manar sangre. Lanzó el enésimo chillido de la noche, acompañado esta vez con una involuntaria fuga de orina que bajó por los pantalones hasta los zapatos, y volvió a golpear el vidrio. En el segundo golpe se resquebrajó y algunos fragmentos cayeron al suelo. En el tercero, al mismo tiempo que más trozos se caían, un cuerpo golpeó la puerta. Pum. Ella soltó el paraguas y se acurrucó en el hueco entre el váter y la bañera. No veía ninguna vía de escape. El baño no tenía ventanas, y la puerta estaba ocupada por aquella cosa. Pum, pum, pum. En el suelo brillaban los trozos del espejo. Y entonces, un pensamiento iluminó su mente. Cogió uno, de borde afilado, y se hizo una cruz en cada muñeca. Y mientras la sangre manaba de sus cortes, ella pensó “espérame, Juan”.

5 comentarios:

  1. Digno de una mente tan retorcida como la tuya ;) esta muy bien el relato, la verdad es que me has mantenido en tensión y bastante nerviosa por la chica jajaja Un abrazo hermanito! Eres muy bueno!

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    1. Mi mente es oscura y alberga horrores, como Melisandre y Stannis :P
      Gracias hermanita!!

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  2. Cada línea que leía me ponía más y más nerviosa!!! Desde luego, los espejos nunca me han gustado. Siempre tengo miedo de levantar la cabeza y encontrarme en el espejo el reflejo de alguien o algo.

    Está muy bien!! ^_^ Es un relato muy original!!

    Besazos!!

    Lurei

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  3. Me ha dejado blanca como la pared...
    Sencillamente espectacular, cada palabra crea una atmófera cada vez mas tétrica y oscura que acaba con un final digno de Stephen King.
    No tengo palabras, por favor, continua sorprendiéndome ;D
    Un beso
    Lena

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    1. Muchísimas gracias, Lena! Que me compares con Stephen King es todo un halago, me encanta ese hombre
      Un besoteee
      Elefun

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